viernes, 27 de septiembre de 2013

La clase magistral y el Espacio Europeo de Educación Superior

La Universidad española afrontará en los próximos años un cambio metodológico profundo, centrado, entre otras cosas, en medir las horas de trabajo del estudiante en lugar de las horas de clase del profesor, como se ha venido haciendo hasta ahora. Este cambio es visto por algunos como una imposición política, una victoria de las enseñanzas prácticas, adaptadas al Mercado, frente a la Universidad del Conocimiento y la Investigación, y ello ha suscitado enormes suspicacias y presiones de ciertos sectores universitarios.
En el sistema actual, 3 créditos significan que el profesor imparte 30 horas de clase. El alumno los supera si aprueba un examen final. Punto. Si el estudiante suspende, puede examinarse una vez más. Si continúa suspendiendo, debe pasar otra vez por caja y tiene derecho a volver a escuchar las mismas 30 horas de clase o 30 horas alternativas si cambia de profesor. Se supone (tengo mis más que serias dudas) que este sistema garantiza que el estudiante tiene cuando supera el examen unos conocimientos suficientes de la materia.
En el nuevo sistema, 3 créditos significan que un alumno medio debe trabajar 75 horas (aproximadamente) para superar la asignatura, incluida asistencia a clase, desarrollo y exposición de trabajos, estudio, realización de exámenes, etc. ¿Qué importancia tiene esto? Al menos una: esas asignaturas que los alumnos aprueban en quinta convocatoria ¿no será que están mal medidas? Porque si, para superar una asignatura de 6 créditos, hay que dedicar, digamos, 350 horas, en el nuevo sistema debería ser de 14 créditos, es decir, casi medio cuatrimestre para ella sola. Por otro lado, las “marías” que los estudiantes aprueban tan sólo yendo a clase 10 horas y estudiando 3 horas el día antes del examen, deberían ser consecuentemente de 0,5 créditos.
¿Pero, es todo esto un mero cambio político? Tengo muy claro que no. Y naturalmente, el motivo es la Revolución de la Información en la que estamos inmersos. Por ejemplo, ayer asistí a clase de Circuitos y Electrónica con el profesor Anant Agarwal del Massachusetts Institute of Technology. La clase fue impresionante, no solo por la exposición de conceptos, ilustrada con artilugios reales que mostraban el funcionamiento de los dispositivos físicos explicados, sino por la visión introductoria que da del concepto de Ingeniería, expresada como una jerarquía de niveles que abarca desde los datos experimentales y las leyes físicas hasta el mercado final. En sus propias palabras, el papel del ingeniero es, a partir de una enorme simplificación de los conceptos físicos subyacentes, llegar a construir cosas interesantes (para la sociedad) y, añadía medio en broma, hacer dinero con ello. ¿Cómo asistí a la clase? Muy sencillo: a través de la iTunes Store accedí a un video gratuito, el primero de una serie de 26 que constituyen un curso completo de Circuitos y Electrónica. El video también es descargable en otros formatos para quienes no tengan (o no quieran) iTunes.
Y la pregunta es inmediata: ¿qué sentido tiene una clase magistral “doméstica” si podemos asistir a clase con los mejores profesores del mundo? ¿El idioma? Pues se subtitula, o se traduce. Bien haría nuestro gobierno encargándose de estas cosas, por ejemplo con el canon que debería recaudar en lugar de ceder su gestión a la SGAE para que monte entramados societarios.
Algunos profesores con pocas luces piensan y temen que si se acaba la clase magistral se acabó su tarea. Nada más lejos de esto, porque el verdadero problema de la Revolución de la Información no es la construcción o transmisión de contenidos, sino su selección. Ahí es donde el profesor de a pie puede jugar un papel fundamental: conoce su campo, sabe quiénes son los referentes y los mejores comunicadores y tiene suficiente juicio para filtrar la información –separar el grano de la paja– y establecer rutas formativas para obtener conocimientos básicos en los temas de su especialidad. Y esto es en sí mismo un trabajo titánico. El profesor debe orientar al alumno, tutorizarlo y resolverle las dudas que le hayan quedado después de recorrer la ruta diseñada. La clase magistral sólo mantiene su sentido si la materia cambia suficientemente cada año, es decir, en asuntos de fortísima evolución, como ciertas ramas de la Ingeniería Informática, o como complemento a las clases pregrabadas. Y si no hay clases pregrabadas de la materia a impartir, grábense de inmediato dentro de la propia Universidad que alberga al profesor. Y, claro está, difúndanse gratuitamente. Como hace, quizá sorprendentemente, el mayor país capitalista (si es que no lo ha superado ya China) del mundo.
La nueva filosofía, no obstante, no está exenta de problemas: ¿cómo se garantiza que el alumno, en sus N horas de trabajo, haya aprendido algo? El axioma que parece haber detrás de los nuevos vientos es que por el mero hecho de dedicar un tiempo a la materia el estudiante se impregna del conocimiento. En mi experiencia esto parece ser así, pero también me sorprende con frecuencia que los alumnos me pregunten cosas de las que se ha hablado con cierta profundidad en clase. ¿Dónde estaba su mente ese día mientras transcurría su hora de dedicación asistiendo a clase? El truco es que para los anglosajones superar una asignatura no significa gran cosa, lo importante es estar en el grupo A, por encima del 80% de los alumnos, que es lo que indica que el estudiante, además de haber trabajado las N horas, ha aprovechado realmente el tiempo. Una cosa parecida a lo que pasaba con los alumnos de Telecomunicaciones en mi época de estudiante: si para entrar en la carrera se exigía una nota de corte de 8, imagínense el nivel de los que entraban. No es que la titulación fuera buena (que probablemente lo era) sino que sus estudiantes eran los mejores ya de entrada.
Varias cosas me sorprendieron de la clase del profesor Agarwal: la clase era de pizarrón, es decir, nada de transparencias, aunque el sistema de pizarras era digno de mención, con tres pizarras múltiples que subían y bajaban, dejando siempre todo lo escrito visible; tenía un asistente que se encargaba de las demostraciones experimentales, con un enorme cacharro con distintos dispositivos y la proyección de un gráfico en tiempo real que relacionaba el voltaje con la intensidad en cada dispositivo y otro asistente que traducía todo a lengua de signos para los alumnos sordos.
Y lo que más me sorprendió: al final de la clase los alumnos… ¡aplaudían!
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/1/2008.