viernes, 27 de septiembre de 2013

Bolonia, el conservadurismo... y la red

Este artículo va a hablar de lo que no es Bolonia. Bolonia no es un cambio en las metodologías docentes. Bolonia no es una renovación de los contenidos docentes. Bolonia no es una venta de la Universidad a las empresas ni a la privatización.

Ya está dicho.
El Acuerdo de Bolonia trata básicamente de la definición de una “unidad de medida” del trabajo realizado por un estudiante (el European Credit Transfer System) que sea común en todo el territorio de la Unión Europea para facilitar la movilidad entre universidades. Es decir, que si un estudiante se va durante un semestre a una universidad de otro país, ese semestre le sea reconocido en su universidad de origen y no tenga que andar mendigando convalidaciones, como sucede ahora. Facilitar la movilidad –una obsesión de la Unión Europea– implica esforzarse por alcanzar un mapa de titulaciones coherente en todo el territorio, y reflejar las particularidades curriculares de cada estudiante en el suplemento europeo al título.
Ni más ni menos.
Pero dicho esto, y puesto que hay que cambiar nuestro sistema universitario para adecuarlo a esta nueva unidad de medida (hasta ahora sólo se medían las horas de clase), y ello unido al enorme descenso de estudiantes en nuestras universidades, ¿por qué no aprovechar para innovar? ¿Por qué no actualizar nuestras titulaciones, muchas ellas de corte napoleónico, y renovar contenidos que hace mucho que no son útiles a la sociedad? ¿Por qué no echar una mirada al mundo en que vivimos –video on line, web, plataformas educativas a distancia, correo electrónico, blogs, wikis, foros– e incorporar algunas de estas herramientas al proceso formativo?
Hay universidades que claramente están impulsando la renovación, y otras que no tanto, o peor, que no la están impulsando en absoluto.
Es decir, el problema no es Bolonia, sino el mundo. Un mundo en el que la clase llamada “magistral” va dejando de tener sentido frente a opciones más participativas. ¿Qué sentido tiene repetir la misma historia a diez grupos de alumnos, a modo de actuación teatral, si ya existe el Cine? Las universidades americanas, que en todo esto nos llevan bastante ventaja, están poniendo los videos de sus clases en la red, de modo gratuito. ¿Para qué voy a ir a clase, digamos de Web Semántica, con el profesor X sin puedo ir a clase con su creador, Tim Berners-Lee?
Pero claro, esas opciones más participativas suponen para el profesorado mucho trabajo de reelaboración de contenidos, de atención a alumnos, de filtrado de recursos de interés y de aprendizaje de nuevas herramientas docentes y de nuevas técnicas pedagógicas. Y aquí nos encontramos con al menos dos problemas.
El primer problema es el atrincheramiento de cierto número de docentes (me temo que muchos) en sus modos de trabajo actuales. Hay demasiados profesores que llevan años contando las mismas cosas y contándolas de la misma manera. La clase magistral es cómoda. Uno la da y se va a su casa, o investiga, o hace gestión, que de las tres cosas hay en la Universidad. Es bastante desconocido incluso para los mismos estudiantes universitarios, pero en la Universidad el tiempo se reparte en tres tareas a partes iguales: docencia, investigación y gestión. Que sea a partes iguales no se lo cree nadie, porque además es imposible. Pero al profesorado le exigen, cada vez más, que participe en las tres si quiere prosperar en su profesión.
Un profesor debería dedicar entonces sobre unas 12-13 horas semanales a la docencia, de las cuales unas 8 son de clase magistral. Es decir, le quedan unas 5 para prepararlas. Cuando se llevan años contando las mismas cosas, se llega a que 1 hora de clase = 1 hora de trabajo. Cómodo, ¿no? Y encima algunos se toman la docencia al pie de la letra. Vamos, que no hacen otra cosa.
Si uno quiere reciclarse, el trabajo se duplica. O se triplica. Natural que muchos no quieran. Y algunos de ellos convencen a sus alumnos de que Bolonia es el horror, proclamando que las empresas harán la toma de la Bastilla, que estudiar será carísimo y cosas por el estilo, que supuestamente nacen del acuerdo de Bolonia (¿?).
El segundo problema es que nuestros políticos e instituciones están completamente de acuerdo, sean del signo que sean, en que este cambio hay que abordarlo “a coste cero” (sic). Mis propias estimaciones (no oficiales) indican que como mínimo habría que doblar el profesorado, en su vertiente docente, para que el cambio se realice de verdad. ¿Qué haremos? ¿Descuidar la investigación para invertir esas horas en más docencia? ¿Quedarnos como estamos? ¿Desarrollar una pobre implementación de los nuevos sistemas, siguiendo más o menos igual que ahora pero anunciando pomposamente que hacemos “talleres” o “aprendizaje colaborativo”, o “formación orientada a las competencias”? ¿Qué se hará con los profesores que no quieran abandonar sus métodos “de toda la vida”? Ya veremos qué pasa.
Pero si alguien nos contara que se va a abrir una nueva Universidad que formará a sus estudiantes para que desarrollen e innoven en la sociedad en la que les ha tocado vivir, que sus profesores velarán por optimizar los procesos pedagógicos para que el aprendizaje se produzca, que los contenidos de las clases serán modernos y se renovarán año a año, que si el proceso de enseñanza / aprendizaje funciona mal, porque los estudiantes no aprenden, se modificará para alcanzar ese objetivo, que los egresados ejercerán su función social sea en la empresa o no de la mejor forma posible, que tendremos buenos médicos, buenos abogados, buenos filólogos y buenos ingenieros, ¿quién no enviaría allí a sus hijos?
Publicado originariamente en Computación creativa y otros sueños (Libro de Notas) el 25/4/2009.